viernes, 18 de agosto de 2017

COMO UN 24 DE OCTUBRE CAMBIÓ MI VIDA, NUESTRA VIDA...

Era feliz, sí, muy feliz. Me faltaban muchas cosas, pero tenía lo más importante: mi familia, mis amigos (menos de los que yo pensaba...) una pareja maravillosa con la que llevaba compartiendo 15 años de mi vida y salud, mucha salud. Y menos mal que tenía salud.
La verdad que llevaba una temporada con una sensación rara. A mi alrededor hacía años que no pasaba nada. Y cuando yo digo nada, me refiero a que estábamos todos bien, a que durante mucho tiempo reinaba la tranquilidad en mi casa. Vamos, que no habíamos tenido, desde la muerte de mis abuelos, ninguna "desgracia". Y eso me inquietaba. Y se lo comentaba a mi madre en repetidas ocasiones.
Así que, como todo nos iba tan bien, decidimos mi ahora marido y yo, que queríamos tener un hijo.
Debo reconocer  que se me erizó la piel solo de pensarlo. Porque la verdad, fue él, Antonio, el que tomó la decisión.
Se que daré mucha rabia, pero nos fue muy fácil. El 11 de Marzo de 2012 me desperté muy temprano. Fuí al baño. Cogí mi predictor y...bingo!: "embarazada +6". Estaba embarazada de algo más de un mes. Corrí a la cama, desperté a mi marido, nos miramos y una sonrisa tremenda invadió nuestra cara.
Ya estaba. Nuestro hijo estaba ahí. Solo faltaba esperar y disfrutar del embarazo.
Y sí. No lo puedo negar. Lo disfruté. Lo disfruté muchísimo. Porque quitados los primeros meses de vómitos que enseguida remedié con unas fantásticas pastillas que me dio mi gine, tuve un embarazo de libro. Eso sí. Gorda como un ceporro porque me eché encima unos 15 kg. Aunque con el tiempo comprendí que no todo eran kilos.
Pues así estábamos, esperando el ansiado día de verle la carita a nuestra niña, cuando a falta de una semana para el desenlace, todo cambió. Me levanté un domingo 20 de Octubre con un tremendo dolor en un costado. Era como si la niña me hubiera clavado un pie entre las costillas y el hígado que hacía que me costara respirar. Y eso pensé yo, mi madre y toda mi familia, porque según iba avanzando el día parecía que la cosa iba remitiendo.
Al día siguiente, lunes 21, mi madre vino a recogerme para ir a la peluquería. Pero el dolor había vuelto y se hacía más intenso. Así que...al hospital. Primero monitores (la niña estaba bien y yo no estaba de parto. Eso ya lo sabía. No había parido nunca pero es fácil imaginar donde tiene que dolerte) y después a urgencias. Allí estuve todo el día. Análisis y más análisis hasta que los resultados reflejaron que las cosas no iban del todo bien. Así que me ingresaron en observación para comprobar si lo que me ocurría era un simple reflujo causado por el tamaño de la niña y mi avanzado estado de gestación o había algo más. Como digo, mis análisis reflejaban un recuento de plaquetas bajo y un índice del dímero D muy elevado.
Después de 24 horas en el hospital, me toca cambio de turno y con él, cambio de planes. El nuevo doctor considera que no me pasa nada y que puedo irme para casa.
No protesté, ni rechisté, ni me lo pensé un minuto. Si todo estaba bien y yo ya no tenía dolor...para casa.
Aquella noche se me hizo eterna. A las 3 horas de acostarme el dolor había vuelto y las pastillas que me habían dado para mitigarlo no me hacían nada. Esa mañana fue mi hermana la que vino a buscarme para que la acompañara a visitar a su ginecólogo. Hoy le tocaba a ella una revisión rutinaria.
Cuando llegamos a la consulta, tuve que refugiarme a llorar del dolor en el baño, para no preocuparla. Si los médicos me habían dicho que era reflujo, pues ellos sabrían más que yo, así que me tocaba esperar a que Claudia decidiera salir. Para que iba a alarmarla.
Pero para quedarme más tranquila, llamé a mi ginecólogo particular y le pedí que me viera cuanto antes. Tuve que esperar hasta el día siguiente y tengo que reconocer que me llegó aguantar hasta las 5 de la tarde, pero así lo hice. Cogí a mi madre y para allá que nos fuimos.
Me confirmó lo que ya sabía. No estaba de parto. Es un reflujo, me dijo mientras me recetaba un calmante más fuerte.
Caminé hasta el coche  como pude agarrada a un paraguas que me hacía de bastón, mientras mi madre iba a la farmacia a buscarme el ansiado calmante. Llegué al coche y tuve la sensación de que me moría. El pecho se me desgarraba por dentro y ya casi no podía respirar.
A pesar de eso y de la insistencia de mi madre (insistencia que tuve que aplacar incluso agarrándole los brazos para que no se dirigiera al hospital) yo quería irme para casa. Tumbarme en mi cama. Y esperar que el calmante hiciera su efecto.
Pero no pude hacerlo. Al llegar a casa, cada vez me sentía peor. Mi marido y mi padre vinieron enseguida y tan rápido como pudo llamó a la ambulancia. Mi cara estaba amarilla y yo ya había empezado a asumir que me moría.
Poco más puedo recordar. Sólo que llegué enseguida al hospital. Que miré a mi marido desde la camilla antes de entrar. Que era mi madre la que estaba a mi lado cuando quise vomitar y que de pronto corrían conmigo por un pasillo, mucha gente a mi alrededor, una luz blanca potente sobre mi cara, mis últimas palabras preguntándole a la doctora que le pasaba a mi niña y su voz contestándome "no lo se". Sentí miedo. Y me dormí.
Cuando abrí los ojos de nuevo, sentí miedo otra vez. Mucho miedo.
Estaba sola. En una cama. No había nadie conocido a mi alrededor y no sabía que pasaba. Tengo el vago recuerdo de haberme quitado algo de la boca. Después pude comprobar que había sido el tubo que me ayudaba a respirar y que había provocado que además de no ver nada (me habían quitado las lentillas) tampoco podía prácticamente hablar. No sé cuanto tiempo pudo pasar desde que me despertaron hasta que pude ver las primeras caras conocidas:mi madre y mi hermana. Seguro que muy poco, ya que, debido a que me habían trasladado de hospital a 100 km de mi casa, mi madre, mi hermana, mi marido y mi cuñada, dormían en la sala de espera de la uci de dicho hospital. Mi padre, el pobre, no estaba para muchos trotes. Del disgusto también estuvo hospitalizado unos días. Pero a mi esa espera, se me hizo interminable. Necesitaba verlos ya y sobre todo necesitaba saber como estaba mi niña.
Cuando entraron a verme, creo que no tardé más de 5 minutos en preguntarles. Y las dos, se miraron a los ojos, me miraron a mi y negaron con la cabeza. Tuve miedo otra vez. Demasiado miedo. Y tuve miedo cuando volví a preguntar si podría tener más hijos. Y la respuesta volvió a ser negativa. Esta vez quise morirme. No llegaba a comprender la suerte que había tenido. ¿suerte? Sobrevivir a un síndrome de Hellp , a 10 días en coma, a un traslado in extremis, a una hemorragia interna...¿suerte? Había perdido a mi hija. A nuestra hija y nunca más podría volver a intentarlo. Yo no veía la suerte por ningún lado.
A partir de ahí, llegaron largos días de recuperación. Una recuperación física que fue más rápida de lo esperado. Ahora comprendo que tenía salud. Mucha salud. Pero la recuperación psicológica fue mas lenta de lo que quisiera.
Incluso creo que, visto ahora desde la distancia, esa distancia que solo te da el tiempo, nunca volveré a ser la misma. Nunca.

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